un huevo frito
Querido Alberto,
La semana pasada lanzaste una de tus preguntas incómodas, que por evidentes producen en el receptor un entumecimiento que imposibilita la respuesta: “¿cuánto aceite necesita un huevo frito?”. Entonces vino a mí una imagen de Velázquez, la escena Vieja friendo huevos. Y con ella me propuse un reto: merendarme este cuadro. Eso sí, intentaré hacerlo como un Arquitecto, utilizando los mismos ingredientes con que abordabas los proyectos en las correcciones del aula 0G3 hace seis años.
Algún día de 1618 el maestro sevillano tuvo que enfrentarse al hecho de construir la idea del huevo frito en un lienzo de cien por ciento noventa centímetros. Su primera decisión aparece en el encuadre, condicionado como no podía ser de otra forma por el huevo. El pintor opta por un plano picado que permitiese mostrar el interior de la cazuela de barro, lugar donde se cocinaba lo más importante de la escena.
Que la luz es el material más valioso que existe bien lo sabía Velázquez. Y como cualquier manjar que se precie, la presenta en pequeñas e intensas dosis. He leído críticas que se recrean, con toda razón, en la amalgama de reflejos que se producen en los distintos objetos del cuadro. Sin embargo, detecto una feliz coincidencia, un calambre sintáctico que no he visto mencionado. En último plano aparecen apagadas unas lámparas de aceite, el mismo aceite con que se fríen los huevos en la cazuela de barro. Creo que esta ausencia es la más rica lección de luz que el pintor refleja en el cuadro. La luz entra de forma implícita, barroca. Se manifiesta sin expresar su procedencia, para no robarle protagonismo al radiante huevo frito.
De esa luz deriva el color con que aparece el regalo de la gallina: blanco. Pero, ¡qué blanco! Ese grado níveo de color adquiere una mayor pureza en contraste con el blanco crudo de los ropajes o de los utensilios de loza vidriada. Sólo es comparable a los botones de la camisa de la anciana que, por cierto, son dos.
Los números también tienen su peso en el cuadro. Recuerdo cuando nos insistías en la relación entre el número de pilares y vanos en un pórtico. Nada tiene que ver el impar con el par en los huecos de una fachada. El número se hace importante. Esta relevancia en la cantidad de las cosas aparece también trabajada con maestría en la escena. El huevo frito se presenta en tres estados: sin cascar, crudo y cuajado. El proceso culinario, de condición tripartita, queda reforzado por una multitud de parejas: anciana y lacayo, experiencia y juventud, dos lámparas de aceite, dos jarras, dos cuencos de bronce… un ejército de binomios que se encargan de subrayar el único elemento triplicado. Aunque hay una excepción.
A mí que me preocupa tanto la dirección de las cosas (la del sol, la del abatimiento de una puerta, la de los pavimentos…) me llama la atención la relación entre los tres instrumentos de cocina que aparecen. Cuchara y cuchillo, paralelos entre sí, señalan a la anciana. Maza, perpendicular a los dos anteriores, fija la atención en el lacayo. Supongo que, en el conocimiento, primero es necesario un esfuerzo comparable al trabajo físico de moler la guindilla para después poder hacer trabajos más delicados, como cortar o remover. Esta metáfora nos habla de la sabiduría en relación con la experiencia y queda reforzada con la correspondencia entre los estados del huevo y de los personajes frente al paso del tiempo.
Pasamos al peso. La lectura inmediata sería atender al pedestal sobre el que descansan el hornillo y la cazuela donde el huevo se prepara. Sin embargo, un poco más arriba se presenta un ingrediente que introduce vértigo en la escena. El joven sostiene un frasco lleno de aceite que pesa y mucho, pues por proporción puede contener hasta dos litros del denso líquido. Sin embargo, no manifiesta ningún esfuerzo. No lo aguanta por debajo, que habría sido la opción más sensata. Como las “Madonnas” sostienen al niño Jesús en muchos cuadros, el joven acaricia este jarrón transparente. Prueba de ello es que si el ayudante apretase con fuerza el frasco rompería el frágil cuello del recipiente de vidrio.
Termino con otra lección de sabiduría que nos regala el pintor y bien podrían aplicarse algunos arquitectos. El lacayo que aparece en escena es repetido por Velázquez dos años más tarde en el cuadro Aguador de Sevilla. Por su parte, la anciana aparece también en la obra Cristo en casa de Marta y María, de ese mismo año. El pintor parece decirnos que el mundo no se inventa cada día y que si algo está bien no hay porqué tener miedo a repetirlo, ni sentirse anticuado ni nada. Todo lo contrario, quien es consciente del esfuerzo y la complejidad que suponen acertar en algo evita desprenderse de ese acierto. En todo caso intenta mejorarlo, perfeccionarlo. Mientras algunos artistas rechazaban el género del bodegón tachándolo de “vulgar” Don Diego, que era un genio, muy moderno y adelantado a su tiempo, nos enseña cómo crear una obra precisa y preciosa con elementos ordinarios. Esa sabiduría es la que a uno le gustaría alcanzar, o al menos, vivir intentándolo.
(*) este texto forma parte de la publicación “BCN-MAD” dirigida por Alberto Campo Baeza.
https://www.campobaeza.com/es/books/bcn-mad
© “Vieja friendo huevos” Diego Rodríguez de Silva y Velázquez. 1618.