la casa
TAMAÑO
Para hablar sobre esta casa conviene acotar dónde empieza y dónde acaba. Podría decirse que la puerta de nogal en donde su dueño introducía diariamente la llave con parsimonia (probablemente por la penumbra del reducido vestíbulo y por su propio temperamento, e incluso debido a cierta carencia visual en sus últimos años) no constituye el comienzo estricto de la casa. Quizá marcaba el límite legal, pero no su frontera perceptiva. Puede que dicha línea se extendiera hasta la puerta del ascensor Otis color gris plomo y hasta su pomo, realmente voluminoso y atípico, formado por una chapa de aluminio doblado en “U”. Quizá el sentimiento de casa llegara hasta el pulsador de la cabina y hasta los juegos de altura que para cualquier niño suponía alcanzar el botón del segundo piso. Puede que tal efecto se extendiera hasta un portal frío, forrado por una piedra similar al mármol alicante -si no la misma- y hasta sus recovecos, que tanto juego daban a la hora de asustar a sus desprevenidos visitantes. Incluso, si se hace el esfuerzo de continuar este estiramiento experiencial, podríamos atrevernos a marcar el límite de la casa en el cerramiento del portal -esto es, el antiguo, el de cerrajería metálica pintada en el mismo verde que las carpinterías de los pisos superiores y en donde los dueños de la casa solían apoyar sus manos antes de entrar- que iba acompañado de un pequeño escalón, de un pequeño salto que, gracias a penas a veinte centímetros, te separaba del mundo exterior. Pero, si la conquista de todo este espacio comunitario como espacio propio de la casa resulta realmente ambiciosa, por qué no tratar teorías aún más fantasiosas, como que la casa llegaba hasta el ficus plantado frente al portal (aquel cuya copa asomaba desde la ventana corrida del salón en actitud amable, como de saludo), hasta algunas de las preciadas plazas de aparcamiento de la calle Conde Ofalia (cuyo propietario era San Antonio, a quien debía uno encomendarse si pretendía obtener temporalmente un lugar privilegiado de estacionamiento) e incluso hasta la plaza de los Burros (a la antigua, claro; a la de la calle perimetral empedrada y a la de los parterres y caminos estrechos, aquella en donde las dimensiones seguían una íntima relación con la escala humana y no a la “moderna”, que en nombre del concepto de “amplitud” se olvidó del encanto de sus rincones y de la huella de sus carruajes) y, por supuesto, hasta aquel quiosco que seguro recuerdan. Una vez iniciada la secuencia podría uno sospechar que no tiene límites, que el sentimiento de aquella casa es capaz de extenderse hasta el punto que cada cual desee y que aquella casa es capaz de llegar hasta la propia, hasta el lugar donde puedan ser leídas estas palabras.
MENSAJE
Esta es una casa que conviene ser contada y pensada en actitud cómoda, desenfadada, probablemente en soledad. La casa despierta tantos y tan dispares pensamientos que, dada la dificultad que acarrea enumerarlos, quedan implícitos en los mecanismos arquitectónicos que los impulsan. Este texto aspira a esbozar algunas de las notas que componen la casa para que cada cual interprete su propia melodía. Al mismo tiempo es una casa que conviene ser contada y pensada sin prisa. Se trata de una casa llena de tiempo que necesita tiempo para ser entendida o recordada y, sobre todo, una casa que puede ser tratada de memoria. No es necesario más que una visita virtual, a través de la imaginación, para quien ya haya estado allí.
HABITACIONES
Entrabas y encontrabas tu reflejo. Un espejo enfrentado a la puerta servía más que para mirarte para ver quién eras y quién podías ser tú allí y en ese momento para aquellas personas. Durante los meses más fríos depositabas tu abrigo en uno de los dos percheros idénticos, dispuestos de forma simétrica y flanqueando un segundo espejo- que reflejaba el exterior. Tal mecanismo visual probablemente pasara desapercibido para la mayoría de sus visitantes, pero no por ello debe omitirse la belleza que reside en capturar un fragmento de la calle en el interior del propio vestíbulo. Esa era una verdadera bienvenida. Un lujo callado en una casa de lujos humildes. Tampoco debe pasar inadvertido el número de percheros anteriormente mencionado. ¿Cómo podían sostener tantos y tantos abrigos esos dos humildes percheros? ¿Cómo podría alguien pensar que esto es casualidad? Una doble puerta conectaba el recibidor con el salón -esto es, la sala, que proviene etimológicamente del latín y significa “saltar”-. La doble puerta daba paso a un conjunto de parejas; dos sillones, dos sofás, dos lamparitas (la que se encontraba en la mesita de la esquina definida por ambos sofás y aquella que figuraba encima del aparador, junto al teléfono y algunos medicamentos ordenados en un recipiente de plástico azul traslúcido) y, tras un ejército de binomios, la excepción protagonizada por un único pilar, que ejercía de acompañante más que de soporte. Pese a encontrarse el pilar exento dentro del cuarto, su posición no molestaba. De hecho, el pilar actuaba como cómplice durante las comidas y protegía al dueño de la casa respecto a las circulaciones de aquellos comensales que se sentaban de espaldas a una vitrina que guardaba las copas de vino y otros objetos de vidrio, siempre brillantes y relucientes. Los festines acontecían en torno a una mesa redonda, que recrecía y se adaptaba a cuantas personas fueran necesarias -otra casualidad, debemos suponer- y en donde tenían lugar las partidas de Continental más surrealistas que uno pueda imaginar. Una mesa sin más jerarquía que la distinción creada por dos tipos de asiento: sobre un taburete o sobre una silla acolchada, que en sus abombamientos parecía ensancharse de orgullo al recibir a quien tomaba asiento en ella -las casualidades comienzan a tomar un punto irónico-. Butacas y monturas se rifaban en casa ocasión y sólo permanecía constante la asignación de una de las sillas más preciadas -aquella que tenía reposabrazos- al dueño de la casa. Quizá este fuera el único lujo que tal persona se concedió en dicho lugar. Quizá un taburete no habría sido soporte suficiente para sostener el recuerdo de aquella sonrisa tímida con mirada agachada.
Junto a la mesa solía haber un armario algo misterioso, que desapareció tras una reforma para ampliar uno de los cuartos de baño y dotarlo de ducha. De él sacaban sus dueños modestas mantas de propaganda de Iberia, con un tacto agridulce, entre gustoso y áspero, de color gris y negro. Su efecto resultaba sorprendente, pues por el grosor de la tela su capacidad de aislamiento era escasa. Quizá fuera el cariño de quien la depositaba sobre uno lo que realmente proporcionaba calor al cuerpo. La acción de abrigo solía tener lugar en alguno de los sofás y orientado hacia probablemente uno de los pocos televisores que hayan sido usados constantemente con su volumen al máximo. Se suele decir de la capacidad sonora de estos dispositivos que, como el velocímetro de los coches, contempla una franja de medida que nadie alcanza nunca, aunque en esta casa, sucedía lo contrario. Detrás del televisor se encontraba una estantería de fábrica empotrada, como si quisiera ese mueble inmóvil poner de relieve su condición indisociable a la casa. En él exhibían los dueños de la casa a todos los miembros de su familia como auténticas joyas, cada uno en un marco distinto y retratado en alguna fecha señalada. La decoración de los salones suele basarse en objetos extraños, difíciles de obtener o de elevado coste. Sin embargo, en esta casa sus dueños hacían gala nada menos que de una colección de personas. Tras esta lectura, parecen los dueños decir a través de su casa que su familia era la más rica recopilación que podían llevar a cabo y su mejor baluarte ante cualquier exhibición ajena.
Si la casa puede entenderse como la extensión del cuerpo, las piezas de arte que ella contenga pueden ser entendidas como el reflejo de la personalidad de dichos cuerpos. Esta casa en concreto estaba repleta de animales; leones y elefantes de marfil lacados en color turquesa, galgos y corceles pintados en actitud dinámica o culebras y ratones en boca de su dueño. También figuraban en la casa carboncillos de la Alhambra y sus cipreses, capturados con trazos tan elegantes como su autor. Por último, es digno de mención un juego de matrioshka, donde una muñeca gigante protegía a otra más pequeña, y esta a su vez a otra más pequeña, y así sucesivamente hasta alcanzar una muñeca diminuta que habitualmente era el bien más preciado de quien jugaba con ellas. ¿Será casualidad encontrar este juego en esta casa? ¿Deberíamos, llegados a este punto, seguir creyendo en las casualidades?
Del dormitorio principal resultaba llamativo un armario antiquísimo enfrentado a la cama, de gran porte y apoyado sobre cuatro patas que dibujaban contornos sinuosos, con un gran espejo en su puerta y fácilmente imaginable en algún mercadillo de objetos extraños o en alguna película de fantasía. También resultaba curiosa la relación entre contenido y continente para cualquier conocedor de los objetos que custodiaba dicho armario, que pertenecía a la dueña de la casa, pues tras su aspecto ornamental se hallaban ropajes de lo más corrientes. Pero, por encima del llamativo armario, el dormitorio de matrimonio -esta vez bien empleado el término, pues cuántos dormitorios dobles se construyen hoy en día en contra de su propia definición- escondía un rincón aún más sugerente, el creado por un quiebro achaflanado en la esquina izquierda de la habitación, que constituía el vértice de la casa y su punto limítrofe. Este ámbito, protagonizado por una ventana que conectaba con el mismo ficus que asomaba en el salón, quedaba amueblado por una mesita con un gran sillón que, para quien haya entrado en ese cuarto, hace sencilla la tarea de imaginar a su dueña sentada, esperando pacientemente a quien estaba afuera. En la línea recta de la fachada de la casa, tal quiebro evidenciaba una coronación, un punto por el que todo pasaba dentro del dormitorio principal, un lugar que suponía el comienzo -o el final, según se mire- de la casa.
Los dos dormitorios restantes no recibirán en esta colección de recuerdos más que el pensamiento de las experiencias propias de cada lector, pues por ellos pasaron muchas personas en diferentes momentos de sus vidas -incluso los dueños de la casa durmieron buena parte de su tiempo en uno de ellos-. Acaso cabe destacar la cama doble de uno de esos cuartos -el más grande- y su función de cuadrilátero para los visitantes más jóvenes de la casa. A penas cuatro metros cuadrados hacían las veces de ring y cama elástica y suponían el divertimento de los más pequeños (y, por qué no decirlo, el descanso de los más grandes). De los cuartos de baño no saldrán a la luz más recuerdos que las manos del dueño de la casa bajo el grifo de un lavabo escueto (almacenando agua para luego echarse a la cara), un revistero con ejemplares de Hola renovados con escasa o nula frecuencia y algunos rulos para las tareas de belleza de su dueña.
Desde el vestíbulo de la casa se podía acceder al salón y a la zona de dormitorios, como ya se ha recordado, pero también a la cocina. La habitación de producción y almacenaje de alimentos era de tamaño reducido y, sin embargo, tenía capacidad para servir a cantidades ingentes de personas. Quizá su dueña guardó en este cuarto algunas claves que servirían a los mejores caterings de cualquier evento multitudinario. A su vez, el propio cuarto guardaba reflexiones tan recatadas como la de su mesa, aunque en su mayoría formada por una humilde madera, forrada en su superficie por una capa que imitaba a alguna piedra preciosa, parecida al granito negro Brasil. La apariencia que producía esa delgada capa sugería que, pese a la contención del mueble, su lugar de apoyo debía estar a la altura de los productos y las manos que sobre él se alternaban -algo parecido sucede, por ejemplo, con los cálices cristianos, que suelen estar rematados de forma sencilla y concentran su decoración en el apoyo, en el verdadero lugar de contacto con la mesa sagrada-.
Atravesando la cocina -que ardió y se reformó, por cierto- llegaba uno al corazón de la casa. Era una habitación sin techo que, por convencionalismo, llamaremos terraza. Su perímetro estaba decorado con un amplio repertorio de macetas y especies vegetales que el dueño de la casa regaba con la misma frecuencia y parsimonia que las empleadas al introducir las llaves en la puerta de nogal, que tan lejos y a la vez tan cerca queda ahora. Las mismas macetas producían alguna que otra disputa entre el dueño de la casa y los seres más mozos, que solían pegar patadas a un balón cuya trayectoria tenía tres posibles finales: el patio del piso inferior, el callejón que conectaba con el bar Postigo y, en la mayoría de las ocasiones, el peor escenario: alguna de las preciadas especies vegetales. También había en la terraza una pileta, un depósito de agua caliente, un mueble blanco, una caja de herramientas, una cancela, unas cuerdas para tender y otras para sostener unos toldos, unos baúles de plástico pintado en el mismo tono verde que la cerrajería metálica del portal y que las carpinterías de la fachada -pues las de la terraza eran blancas- y una mesa análoga a la del salón. Esta vez la mesa era de plástico estriado color blanco, pero con idéntica función a la de madera. La única diferencia sustancial era la imposibilidad de recrecimiento de este ejemplar, aunque tal carencia quedaba suplida por el apoyo que permitían un peto de fábrica o los propios baúles de plástico, o sencillamente por las rodillas de quien se sentaba más alejado de ella.
Tras semejante descripción, no debe olvidarse que las cosas -y las personas- suelen ser más valiosas por lo que guardan que por lo que muestran. ¡Ay del suelo y de las bombillas que aquí no se mencionan! ¡Ay de las risas y de los llantos que sólo la memoria recuerda! ¡Ay de las casas que precedieron a esta casa y quedan guardadas entre sus paredes y ay de aquellas que nacieron y nacerán gracias a ella!
Son tantas las cosas que podrían contarse de Conde Ofalia 12, 2ºB.
© Terraza de Conde Ofalia 12, 2ºB. Fotografía de Inmaculada Felices Esteban.