MuReC desde otro . de vista
Pese a su reciente inauguración, se ha hablado mucho del Museo del Realismo Español Contemporáneo, acertadamente bautizado como MuReC. El nuevo equipamiento cultural almeriense ha tenido una gran acogida y sus colecciones y artistas han sido celebrados de forma unánime. Mucho y muy bueno se ha hablado ya de ello. Sin embargo, la mayoría de los comentarios han ido dirigidos al contenido y no al continente.
Quisieran estas líneas ofrecer otra perspectiva del edificio, esta vez sesgada por el filtro de la arquitectura. Se trata de una revisión de la construcción que soporta las obras de arte más allá de las propias piezas museísticas, que tiene por objetivo poner de relieve la importancia del espacio que custodia las colecciones artísticas. En una época en que predominan las cajas negras, los contenedores de arte asépticos, impersonales y estandarizados, carentes de relación alguna con su entorno, el MuReC se postula como un admirable contraejemplo. La apuesta por rehabilitar el antiguo Hospital de Santa María Magdalena ha resultado ser un éxito y este hecho se puede explicar a través de algunos aciertos arquitectónicos que, a continuación, se describen.
Podría entenderse todo el MuReC como una gran entrada. En sentido metafórico proporciona un acceso a la cultura, pero, también en sentido físico, constituye un interesante y dilatado ingreso, formado por la sucesión de umbrales y mecanismos de puesta en escena concatenados. Todo ello produce una interesante transición entre exterior e interior.
En su sentido natural, la mayoría de viandantes alcanzan el Museo paseando el Parque Nicolás Salmerón. Forma inmejorable de llegar a un edificio supone el paseo a través de un templo exterior natural como el que constituyen los ficus del Parque y su porte majestuoso. En particular, existe un ejemplar sobrecogedor, de gran envergadura y antigüedad, cuya posición enfrentada al eje de acceso al museo produce con este un diálogo verdaderamente intenso. Se da una relación dimensional entre el radio de alcance de la copa del árbol y el vacío del patio delantero del edificio, como si encajara perfectamente. A esta unión entre lo natural y lo artificial se suma la presencia multitudinaria de las ramas y las hojas acordada con el ejército de bancos paralelos entre sí y enfrentados al espectador en el patio de ingreso. Las flores de los bancos y las ramas de los árboles susurran acompasadas con el azote de la brisa marina.
La vista del visitante resbala desde el ficus hasta el citado patio de forma dinámica, guiada por el ábside semicircular del pabellón que encabeza el conjunto museístico (actual sala de exposiciones temporales). Cabe destacar la posición protagonista de una geometría curvilínea verdaderamente atípica en el centro histórico de la ciudad, donde predominan los volúmenes puros de aristas marcadas. Como una señal de alarma, lo anómalo de esta figura capta la atención del espectador y anticipa la ruta por donde se accede al museo.
Para ingresar en el patio, resulta necesario atravesar una verja que, pese a su deliberada y contemporánea abstracción, mantiene alguna de las propiedades de sus correlativas históricas. Gracias a su estructura de barras tridimensionales, consigue este límite desmaterializarse y hacerse presente al mismo tiempo. Por un lado, ofrece una deseable transparencia entre la costa almeriense y la primera habitación exterior del Museo. Por otro lado, paradójicamente, presenta cierto espesor que prolonga el tránsito entre la acera y el edificio.
Traspasado el umbral de la verja, se encuentra uno estrictamente en el interior del patio. Abierto al Mar Mediterráneo y con la puerta de entrada principal al edificio en su cara opuesta, el patio delantero queda flanqueado por dos testeros. El lenguaje típico de sus fachadas enfrenta dos telones de fondo muy semejantes, pero con una sutil diferencia en su carácter. El oeste es más austero y propio del edificio antiguo, mientras que el este resulta más refinado y propio del edificio nuevo. Ambos se ponen en valor recíprocamente y producen un umbral acogedor, que concilia los usos anterior y actual del edificio.
Atravesado el patio exterior, dejados atrás la curiosa verja, el anómalo ábside y el majestuoso ficus, se adentra uno en el patio interior, no sin antes girar para cruzar el torno y volver sobre sus pasos. Se alcanza entonces el corazón del museo, el espacio que articula las distintas salas y sus circulaciones: el patio central.
El protagonismo del patio central se ve reforzado por una delicada decisión en el formato del pavimento, una vez más, revestida de cierta paradoja. Aunque todo el suelo del ámbito se resuelve en piezas marmóreas, existen dos formatos distintos. Mientras que el deambulatorio está forrado por piezas cuadradas ordenadas en una retícula ortogonal, el vacío cuadrado del patio queda revestido por piezas rectangulares orientadas a los cuatro puntos cardinales de forma aparentemente aleatoria. Este controlado desorden se encarga de dinamizar el paso por el patio y, de algún modo, supone un apoyo perceptivo para el espectador en el tránsito de una sala a la siguiente.
Sirven todos estos mecanismos arquitectónicos para crear una entrada a la cultura de forma extraordinaria. Quizá consciente de su transcendencia, quizá como acto de rebeldía ante la inmediatez de los tiempos actuales o quizá tan sólo por haber sabido rescatar los valores de una edificación preexistente, como escribiera Le Corbusier en la entrada de la casa de Eileen Gray, en el MuRec es necesario “entrar lentamente”.
Más allá del motivo que promueva el tratamiento delicado y dilatado del acceso al museo, se puede afirmar que, ligadas a la historia de las paredes que las encierran, las obras exhibidas sanan la sed de cultura de sus visitantes donde antes se curaban los enfermos. Porque, ya se sabe: en cuestiones de salud, conviene cuidar el espíritu tanto como el cuerpo.
en Almería, a 10 de diciembre de 2024
© Visita al MUREC (2024) Fotografía de José Maldonado Felices.