él y ella

él y ella

Advertí no hace mucho el ejército de reflexiones que escondía aquella casa. Para quien quedara insatisfecho con la muestra tratada hasta ahora, a continuación, se amplían los sentidos que dicho lugar supone para mí y, supongo, para la mayoría de vosotros. Anteriormente la casa aparecía en un primer plano y sus dueños se veían reflejados en ella. En esta ocasión las reflexiones nacen de la forma en que sus dueños interactuaban con ella, es decir, del modo en que la vivían. En realidad, se trata de la misma historia contada dos veces, pero, como la repetición resulta tan pedagógica y como aún nos queda mucho por aprender de sus dueños, volvamos a hablar de aquella casa.

Él introducía la llave sin precipitación, con un ritmo parecido a quien anda por la vida sin prisa y con cautela. Ella, sin embargo, solía esperar más acelerada, entre los fuegos y el menaje.

Él parecía levitar. Durante las comidas, sus manos en pinza contactaban dulcemente con el tablero de roble. El pulgar quedaba oculto en la cara inferior y el resto de dedos coqueteaban con el rebaje ornamentado del canto del tablero. Ella, por el contrario, acusaba su peso. Cada vez que se sentaba o se levantaba de la mesa, hacía crujir no sólo los dos tablones semicirculares de madera que componían la mesa, sino también los rectangulares que permitían ampliarla cuando las reuniones eran más grandes.

Él trataba el agua con tono recoleto. Regaba con una manguera sin apenas presión e incluso, hace ya algún tiempo, usaba una regadera de plástico verde cuyas gotas parecían acariciar sus plantas cuando caían. Ese contacto efímero y sutil era muy semejante al del agua que recogía entre sus manos y pasaba suavemente por su rostro cada mañana inmediatamente después de levantarse. Ella, en contraposición, dejaba el grifo de la cocina abierto a toda presión y el agua corría como si se tratara de una fuga en un submarino. Una fuerza semejante se producía cuando ella se lavaba la cara. No suena alocado decir que más bien se golpeaba su rosto con el agua que almacenaba entre sus pequeñas manos.

Él solía echar el toldo cuando las campanas de la Catedral aún no habían despertado y, sin embargo, no molestaba a nadie. Paradójicamente, con él, el toldo no chirriaba. Cualquiera que haya abierto o cerrado alguna vez ese toldo sabe de buena tinta que esto resulta imposible de conseguir, salvo para el dueño de la casa. Ella, por el contrario, se hacía notar. Su presencia bien se podía adivinar por el sonido de las puertas que abría y cerraba, de los taburetes que movía o de los pasatiempos que veía en la televisión. El silencio de él y el ruido de ella hacían juntos esas jornadas perfectas.

Nunca fueron demasiado conocidos y quizá no lo suficientemente reconocidos. No les preocupaba esto, pues eran conscientes del poco tiempo que tenemos en la tierra y, cada uno a su estilo, lo invertían en aquello que de verdad importa. Deberíamos aprender tanto de aquel sigilo y de aquella rotundidad. ¡Cuántas lecciones calladas escondían la parsimonia de él y el carácter rudo de ella! Digámoslo con energía para los más pequeños y con ahínco para los más grandes, digámoslo susurrando o gritando, digámoslo como quieran, pero digámoslo: hay que aprender de los dueños de esa casa.

© Terraza de Conde Ofalia 12, 2ºB. Fotografía de Inmaculada Felices Esteban.