sobre caballos y columnas
La escena que figura en la imagen se debe al pintor sevillano Diego Rodríguez de Silva y Velázquez y se titula “Felipe IV, a caballo”. La pintura fue ejecutada hacia 1635 y formaba parte de una serie de cinco retratos ecuestres encargados por la casa real de los Austrias para adornar el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro. Aunque la serie ofrece múltiples lecturas sugerentes -hecho inherente a la obra de un autor de la talla de Velázquez- resulta especialmente llamativo observar las proporciones de los caballos, muy achatadas y anchurosas; los cinco corceles presentan sus nalgas desmedidas, sus panzas descomunales y en general su morfología claramente deforme.
Al respecto de este engrosamiento en las medidas de los animales se han formulado hasta tres posibles explicaciones. La hipótesis que ofrece una mejor argumentación está relacionada con el emplazamiento para el que fueron destinadas las cinco obras. Los cuadros fueron pensados para colocarse encima de las puertas del gran Salón de Reinos (1) -a unos cinco metros de altura- y, por tanto, las fugas que se habrían producido por la perspectiva ascendente del espectador habrían quedado corregidas mediante tal desproporción. También se ha relacionado esta alteración dimensional de los caballos con el carácter inerte de los modelos, pues Velázquez se servía de cadáveres animales para la ejecución de sus pinturas ecuestres. Para ello, los caballos muertos se colgaban y, tras varias horas, los gases propios del cadáver lo abombaban y deformaban (2). Por último, existe la posibilidad de que el artista sevillano quisiera mostrar caballos robustos y vigorosos que caracterizaban la raza creada para la caballería española, fruto del cruce de ejemplares flamencos, únicos por su fortaleza, con caballos andaluces, rápidos y elegantes.
A estas tres versiones sobre las hechuras de los caballos podríamos añadir una cuarta; quizá su carácter amazacotado y apelotonado se deba a la posición social de los jinetes. En tal caso, la distinción jerárquica de sus caballeros habría provocado la compactación de los caballos, manifestando así su peso de realeza -y no su peso real-. Esta carga de significado -y no física- daría sentido a la insistencia velazquiana por mantener tales deformaciones en todos sus retratos, incluido el del Príncipe Baltasar Carlos, dado que el heredero había nacido en 1629 y, en el momento de ser retratado, tendría el cuerpo que corresponde a un niño de seis años. Como dijo de él Rafael Mengs, ya en el siglo XVIII, “Velázquez no pintaba con los pinceles. Pintaba con la intención” (3).
Pero, bien sea por el lugar donde iban a ser colocados, por utilizar modelos cadavéricos, por demostrar el poderío del caballo español o por poner de relieve la magnitud de la familia real, los cinco caballos presentan una expresión anómala del peso. Independientemente del motivo que promueva tales deformaciones, resulta interesante estudiar cómo el artista trabaja con ellas y buscar cuáles son sus posibles conexiones con otras disciplinas que, como la escultura y la arquitectura deben, inexorablemente, dar respuesta a la gravedad.
Una vez identificado el lugar común de la serie pictórica, conviene señalar que adquiere una mayor intensidad, si cabe, en el retrato con que comienza este texto, dedicado a Felipe IV. Su supremacía -en lo que al reparto de cargas se refiere- se debe a la posición del caballo. El mamífero cuatralbo se encuentra en “corveta” (4), es decir, con las patas delanteras levantadas, sostenido sobre las traseras y discretamente sobre su cola. Este último apoyo, ciertamente sutil, resulta ser el elemento diferenciador. De los cinco corceles, sólo presentan una postura reclinada los cabalgados por jinetes, que responden al propio Felipe IV, a su hijo y a su padre. Como se puede observar en la página anterior, en el caso del Príncipe Baltasar Carlos, la cola no alcanza a tocar el terreno y, en el ejemplo del Rey Felipe III, este punto de contacto queda acaso insinuado. Sin embargo, en el animal de Felipe IV se evidencia el contacto entre la cola y la superficie terrestre.
Dicha obra serviría como modelo para que Pietro Tacca realizara la estatua ecuestre de Felipe IV (5). Al escultor italiano le hicieron llegar dos bocetos pintados por Velázquez, uno con el rey a caballo y otro de medio cuerpo (6). Tacca trabajó seis años en la escultura, desde 1634 hasta 1640. Dos años después fue trasladada a Madrid desde los talleres del artista en Florencia, donde la estatua fue fundida en bronce (7). Es necesario destacar que Tacca contó con el asesoramiento físico-matemático de Galileo Galilei, quien le sugirió que, para lograr que el caballo se sujetase solamente sobre dos patas, hiciera maciza la parte trasera de la escultura y hueca la delantera. Esta solución, pionera en el mundo del arte, impuso un nuevo modelo estatuario que ha estado vigente durante los siglos XVII y XVIII (8). Hasta entonces, los caballos de las esculturas ecuestres se sostenían, al menos, sobre tres de sus patas. La verdadera aportación de este ejemplar se produce en su apoyo, pues esta vez el corcel recurre a sus dos patas traseras y libera sus dos patas delanteras, como sucedía en el cuadro velazquiano. A esta subversión cabe añadir la particular posición en que se encuentra la cola del caballo; colocada entre sus patas traseras, la cola otroga con su posición cierta misticidad al soporte, pues ofusca una lectura demasiado evidente de la estructura bípeda.
Se trata de una novedad que introduce una lectura misteriosa en la distribución de las cargas y otorga ligereza a este tipo escultórico pues, como es natural, un caballo vivo nunca podría emplear su cola para mantener el equilibrio, ni tampoco podría vaciar la mitad superior de su cuerpo en aras de tal fin. La pintura de Velázquez y la escultura de Tacca encuentran en sus caballos un carácter enigmático, que permite expresar la distribución de las cargas con diferente sentido, algo que también tendremos ocasión de observar al hablar de arquitectura. La arquitectura utiliza recursos semejantes a los observados en las obras anteriores y lo hace, qué duda cabe, con la mayor de las intensidades; una intensidad proporcional a la relación de esta disciplina artístico-técnica con la materia y sus propiedades. En el punto tan delicado de unión entre los elementos que distribuyen las cargas en sentido horizontal y aquellos que trasmiten la masa en sentido vertical, los mejores ejemplos de arquitectura siempre han tenido algo que decir, algo que celebrar.
Significativamente, la parte inferior de las columnas griegas tenía una moldura cóncava denominada escocia. El término proviene del latín “scotia” y este del griego antiguo “σκοτία”, que significa oscuridad. En efecto, dicho remate producía una línea de sombra que ocultaba a la vista el encuentro entre la columna y el suelo. De igual modo, los griegos acudían a figuras antropomorfas para esculpir sus columnas. Si observamos, por ejemplo, las cariátides del Erecteion de la Acrópolis ateniense (Menesicles, 406 a.C.), constatamos cómo sus rostros impasibles y sus piernas ocultas tras los pliegues de las túnicas eliminan cualquier prueba de esfuerzo, de tal manera que llenan de ligereza el techo que soportan. En este templo y en otros tantos, podemos encontrar una aparente ingravidez que nos recuerda a las acciones realizadas para ocultar la lectura evidente del peso en el caballo de Felipe IV -tanto en su versión pictórica como en su versión escultórica-, que también se alzaba sin demasiado esfuerzo aparente.
La sensación virtual y virtuosa que se producía en la escena ecuestre del Rey es trasladable también a otras culturas. Gracias a su imposta helicoidal, la columna conmemorativa del emperador Trajano, situada en Roma (Apolodoro de Damasco, 113), se subleva ante una lectura descendente de las cargas (9). El desplome producido por la gravedad y la dimensión de los módulos o tambores con que fue construida quedan velados por la acción de dicho tirabuzón esculpido en la piedra, que concede un carácter unitario y un sentido ascendente a la columna. Este efecto se repite siglos más tarde en la Lonja de la Seda de Valencia (Pere Compte, 1548). En este caso la espiral -que actúa de nuevo a modo de nexo perimetral- queda enfatizada por la profundidad de sus canaladuras y por la continuidad de sus trazos en los nervios de la techumbre que sustenta. Ambos casos recurren a sofisticados tirabuzones que, con su gesto helicoidal, confieren unicidad y transgreden el sentido descendente de las fuerzas gravitatorias.
“La flotación es una cualidad que surge de una particular relación entre las cosas: ocurre cuando la masa y la densidad, o la atracción gravitacional entre las cosas se compensa” (10).
Si atendemos a obras de arquitectura más recientes desde la óptica de las columnas griegas, donde la escocia hacía del contacto entre el soporte y el terreno un encuentro indescifrable, también encontramos brillantes casos. Sirvan de ejemplo el Club de Yates Santa Paula de São Paulo (Vilanova Artigas, 1961) o la Biblioteca de libros raros y manuscritos de New Haven (Gordon Bunshaft, 1963). Dos obras casi coetáneas que ofrecen, una vez más, un contacto delicado y no demasiado explicito con el firme. La ausencia de masa en tal confluencia esconde, en cierto modo, cualquier manifestación de esfuerzo estructural en la respuesta a la masividad de los volúmenes que sostienen. Tanto la cubrición del club náutico como la de la biblioteca alcanzan, gracias a la forma oportuna y al tamaño diminuto de sus apoyos -en proporción con los volúmenes que soportan-, una sensación de levitación equiparable a la del caballo velzaquiano.
El verbo cargar proviene etimológicamente del latín vulgar “carricare”, que a su vez deriva de “carrus”, es decir, poner cosas sobre un vehículo o sobre alguien para que las transporte (11). Originalmente este término sólo guardaba un significado funcional, pues en tal reparto era necesario procurar cuestiones tan básicas como la homogénea distribución de los bultos para evitar que el carro se desequilibrara y colapsara. Sin embargo, con esta reunión de ejemplos provenientes de la pintura, la escultura y la arquitectura, contemplamos la cualidad expresiva del peso y el misterio de lo ingrávido.
Como sucede en la pintura, en la escultura, en la arquitectura e incluso en la danza, la historia del arte ofrece abundantes ejemplos que demuestran la capacidad que tiene una construcción de establecer sensibles diferencias entre su comportamiento físico y su percepción visual. A través de sus obras, los artistas expresan que aquello que es pesado no tiene por qué parecerlo e insisten en las posibles desigualdades entre la expresión de su masa y su peso.
(1) El palacio del Buen Retiro sufrió grandes daños durante la Guerra de la Independencia. Por este motivo, los cuadros del Salón de los Reinos fueron trasladados a su actual ubicación en el Museo del Prado, en donde los caballos se aprecian con pesadez de formas, dado que la perspectiva mediante la que se observan las escenas es distinta de aquella para la que fueron ideados.
(2) Garrido Pérez, Carmen. Velázquez, técnica y evolución. Caballos velazqueños, Museo del Prado. 1992.
(3) Garrido Pérez, Carmen. Secretos de pintor. Artículo publicado en el diario digital “El cultural”, 6 de junio de 1999.
(4) La corveta -también denominada levade- es una maniobra de alta escuela de equitación en la que el caballo alza sus patas delanteras y el jinete emplea una sola mano. Este uso de un único brazo por parte del personaje le permitía portar el bastón de mando en la extremidad opuesta, objeto que servía como contrapunto compositivo. A dicho bastón o bengala se añaden otros recursos como la banda o las ondulaciones del paisaje, que contribuyen a equilibrar la escena.
(5) La estatua de Felipe IV responde a una iniciativa del propio monarca, quien quiso contar con una escultura ecuestre similar a la de la Plaza Mayor de Madrid, erigida en honor de su padre, el rey Felipe III, y realizada en bronce por Juan de Bolonia y el mismo Pietro Tacca. Al respecto ha escrito de forma detallada Martínez Carbajo, Agustín Francisco. Fuentes de Madrid. 1996.
(6) Matilla, José Manuel. El caballo de bronce: la estatua ecuestre de Felipe IV, arte y técnica al servicio de la monarquía. Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Calcografía Nacional. 1997.
(7) Inicialmente, la escultura estuvo situada en el Jardín de la Reina, uno de los patios del desaparecido Palacio del Buen Retiro, donde era conocida como el caballo de bronce. Posteriormente, fue trasladada al Real Alcázar de Madrid y, tras una orden dada en 1677, se devolvió a su ubicación original, en donde permaneció hasta 1843. Entonces la estatua fue nuevamente trasladada, esta vez hasta su enclave definitivo, en la Plaza de Oriente de Madrid, frente al Palacio Real, orientada hacia el Teatro Real, que preside el frente este de esta plaza.
(8) Ficha del Monumento a Felipe IV. Valladolid, España: Enciclopedia Artehistoria, Junta de Castilla y León.
(9) Martínez Santa-María, Luis. Superposiciones. 2018. Páginas 13-14.
(10) Lynn, Greg. Differential Gravities. En Folds, Bodies & Blobs: Collected Essays, p.106. Bruxelles: La letter volée, 1998.
(11) Moliner Ruiz, María Juana. Diccionario de uso del español. 1970.
(*) este texto forma parte de la publicación “Last but not least” dirigida por Alberto Campo Baeza.
https://www.campobaeza.com/es/books/last-but-not-least
© “Felipe IV, a caballo”. Diego Rodríguez de Silva y Velázquez. 1635.